05.06.2025

Avanza el narcotráfico en los barrios, resiste la solidaridad

La presencia del narcotráfico en Argentina lleva varias décadas. Lo que se vive actualmente es un avance de las organizaciones criminales en las distintas villas y barrios populares: mayor presencia, mayor control territorial y expansión de negocios.

Por Matías Pacheco, militante del Frente de Organizaciones en Lucha (FOL)

Cae el sol en el otoño argentino, cada semana más temprano. Las calles y pasillos de las villas y barrios populares cambian de actores. Las familias apuran sus pasos antes de que los comercios bajen las persianas o traben las rejas de sus puertas. Muchas mujeres vuelven de los comedores populares que aún sobreviven, en momentos donde la demanda es cada vez mayor. Con el trascurso de las horas y la llegada de la noche el riesgo aumenta, las calles y pasillos son zonas de influencia de las bandas criminales, los sectores de los barrios marginales se rigen por la ley del más fuerte, allí manda el narcotráfico.

La presencia del narcotráfico en Argentina lleva varias décadas. Se encuentra en las principales ciudades con distintos grados de desarrollo en cada una. Actualmente lo que se vive es un avance de las organizaciones criminales en las distintas villas y barrios populares: mayor presencia, mayor control territorial y expansión de negocios.

Las bandas criminales han aprovechado el vacío territorial generado por el recorte de las políticas públicas destinadas a la contención social y mitigación de la pobreza, a la vez que han sabido beneficiarse de los ataques del Estado a los distintos tipos de organización vecinal.

A diferencia de otras experiencias latinoamericanas en las que la fuerza organizada de la gente radica principalmente en estructuras del tipo campesinas o ambientales, en Argentina la organización popular tiene una fuerte expresión en los grandes centros urbanos, principalmente en los barrios más humildes, de mayor población aglomerada. Allí vienen desarrollándose hace ya más de 20 años experiencias de organización vecinal: comedores y centros de salud populares, clubes de futbol barriales, centros culturales, centros de jubilados, jardines comunitarios, centros de estudios primarios secundarios y terciarios, espacios de contención para las mujeres, espacios para el tratamiento de adicciones. Una red de organización, encuentro y acción vecinal. Son estas experiencias las que se ven amenazadas y golpeadas por las políticas impulsadas por el gobierno libertario de Javier Milei. Es este espacio el que se va perdiendo lentamente, este rol social, en donde el narcotráfico se apoya para su avance territorial y de sentido.

En una Argentina donde los alimentos son cada vez más caros y alrededor de 20 millones de personas se encuentran por debajo de la línea de pobreza (según las propias estadísticas oficiales), el Estado se ausenta deliberadamente y persigue a las organizaciones sociales comunitarias, dando como resultado un camino abierto para que sea el narcotráfico quien asuma el rol de actor social en los barrios, en un mix entre violencia y generación de consenso para su presencia y avance.

Ante una situación económica cada vez más apremiante, es el narcotráfico quien ofrece distintas salidas a familias desesperadas: puestos de trabajos dentro de los barrios en barberías, panaderías, bares, casas de comida, que funcionan de fachada para la venta de drogas, alquiler de habitaciones o casas para el despacho, pagas por distribución o fraccionamiento, otorgamiento de créditos, pagos por la vigilancia de calles y pasillos, además del reclutamiento de jóvenes para la defensa armada de sus territorios. El avance territorial implica un mayor control sobre la dinámica diaria de cada barrio, control sobre los recursos esenciales (ejemplo distribución de gas), mantenimiento de algunos comedores que se vieron obligados a cerrar ante la nula distribución de alimentos por el gobierno nacional, creación de corredores y zonas “liberadas” donde no ingresan siquiera las fuerzas de seguridad. Como otra cara de la misma moneda, se construye un relato, una batalla cultural, como la define el propio presidente Milei, donde se resalta la individualidad sobre el trabajo colectivo, demonizando este último, al extremo de perseguir judicialmente a las organizaciones sociales urbanas.

La disputa por el espacio público también tiene su cara violenta. Familias amenazadas, desplazadas. El narcotráfico avanza distribuyendo una mínima parte del dinero obtenido pero principalmente avanza por la fuerza, por la intimidación y la violencia. Distintas organizaciones sociales han denunciado ser víctimas de desalojos de espacios comunitarios por la fuerza de las armas narcotraficantes, espacios que en algunos casos vuelven a recuperarse de la mano de la propia comunidad que apoya el trabajo social de las organizaciones. Un “código” barrial que se rompió últimamente, ya que en años anteriores nunca se atacaba a quienes trabajan solidariamente para las comunidades.

Los jóvenes y familias más humildes se ven en una situación de abandono por parte del Estado, ante el recorte de los programas sociales: cierre de programas de empleo, vaciamiento de programas de estimulación del estudio como el PROGRESAR, que redujo un 60% el presupuesto,  disminución de un 50% los sueldos por trabajos comunitarios (pasando de un promedio de U$D400 a U$D 200), desarticulación de cuadrillas de trabajo comunitarias, paralización de las obras públicas (cloacas, red de agua potable, urbanización de calles, construcción de viviendas populares), en términos relativos el gasto en jóvenes y adultos mayores se redujo un 40% de 2023 a 2024 según el propio ministerio de economía .Estas políticas de ajuste llegan al extremo de la nula distribución de alimentos a comedores populares en todo el país.

El intento de cierre de los comedores populares es un ataque a la organización vecinal, comunitaria. Son estos comedores populares donde las familias, principalmente las mujeres, se encuentran, se articulan, se ayudan mutuamente. Es más que un comedor de distribución de comida diariamente, son los lazos comunitarios, la detección de casos de violencias de género, la necesidad y el impulso de apoyo escolar para niños y niñas, el apoyo y tratamiento integral para las adicciones. Son de los pocos espacios donde la voz de los humildes es escuchada, donde una mano amiga siempre está tendida. El cierre de un comedor implica cortar de raíz este conjunto de lazos y acciones comunitarias. Las condiciones están dadas, el narcotráfico lo sabe y actúa en consecuencia.

Las bandas criminales aprovechan estas políticas impulsadas por el gobierno nacional para avanzar territorialmente ante la fragilidad a la que quedan expuestas millones de familias. Al mismo tiempo, su expansión también se da en el plano financiero: diversificación de negocios ante las posibilidades generadas por los blanqueos de capitales que se impulsaron los últimos dos años. Inversiones inmobiliarias, en la industria de la construcción, compra de acciones empresarias, incluso el manejo público de clubes del fútbol argentino.

Este avance de las bandas criminales es retrasado únicamente por la acción y conciencia comunitaria cultivada en el corazón de las barriadas argentinas, allí donde la pobreza golpea más fuerte, donde las tentaciones llaman a las puertas, donde las armas y las drogas caen en manos cada vez más chicas, es allí donde también se expresa la fuerza de la solidaridad.

El narcotráfico avanza, la solidaridad resiste, la disputa sigue.

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