Cuando se debatía lo que llegó a ser el histórico acuerdo de paz de Colombia de 2016, los negociadores del gobierno y de la guerrilla de las FARC evitaron discutir el futuro del sector de la seguridad del país. "El futuro de las fuerzas armadas no se negociará con las FARC", decía a menudo Juan Manuel Santos, que ganaría el Premio Nobel de la Paz por guiar las conversaciones. Esto reflejaba la realidad del poder: la oposición militar y policial hubiera podido hundir el proceso de paz.
Director de Veeduría de la Defensa
Oficina de Washington para América Latina (WOLA)
Poco cambió sobre cómo actuar hacia la fuerza pública con posterioridad a 2016. Durante el primer año y medio después de la entrada en vigor del acuerdo de paz, el gobierno de Santos no hizo cambios sustanciales a la política de seguridad. Luego, los colombianos eligieron un gobierno liderado por los opositores del acuerdo. Iván Duque y su partido nombraron a algunos de los oficiales más duros en puestos de mando. Las esperanzas de una reforma significativa del sector de la seguridad disminuyeron.
Las consecuencias de esta oportunidad perdida son cada vez más evidentes. Cinco años después de la desmovilización de las FARC, prácticamente todos los indicadores de seguridad −homicidios, masacres, desplazamientos y confinamientos forzados, atentados terroristas− han empeorado, acercándose a niveles que no se veían desde antes del inicio de las negociaciones de La Habana. Colombia es, con mucho, el líder mundial en asesinatos de líderes sociales y defensores del medio ambiente, mientras que más de 300 guerrilleros desmovilizados de las FARC han sido asesinados. Un sistema de justicia insuficientemente equipado sólo ha podido condenar a un pequeño grupo de autores intelectuales de estos crímenes.
El ejército y la policía de Colombia parecen impotentes para enfrentarse a un universo de grupos armados y criminales que prolifera: un reciente informe de la ONG INDEPAZ cuenta más de 40 de ellos. Un patrón deprimente se repite una y otra vez: los grupos armados atacan en una región, el presidente Duque despacha unos cuantos miles de soldados, retirándolos de otras regiones, sólo para que otra región estalle poco después. Los principales líderes, como "Otoniel" del Clan del Golfo, son capturados, pero la frecuencia de los ataques violentos sigue siendo alta. Y la cantidad de territorio nacional que queda sin gobernar parece estar aumentando, exactamente lo contrario de lo que prometían los compromisos rurales del acuerdo de paz, que se han descuidado.
El sector de seguridad colombiano simplemente no se ha adaptado. Sigue preparado para luchar contra una insurgencia que busca el poder político combatiendo al Estado. Pero el "enemigo" de hoy prefiere evitar el enfrentamiento con el Estado: eso estorba su financiación ilícita. Prefiere corromper y penetrar el Estado desde dentro, haciéndolo ineficaz. Y cuando son enfrentados, los grupos criminales que operan actualmente tienden a fragmentarse.
Mientras tanto, la Colombia del posconflicto tiene una sociedad civil muy activa y −especialmente después de que la pandemia arrojara a la gente a la pobreza− una población hambrienta y subempleada. Esto ha dado lugar a un movimiento de protesta articulado que el gobierno malinterpreta. Su incapacidad para comprender la desesperación popular se manifestó en cientos de testimonios −entre ellos vídeos− de asesinatos con fuego real, desapariciones, torturas, asaltos y abusos sexuales que los manifestantes sufrieron a manos de la policía en 2019, 2020 y 2021.
El sector de la seguridad de Colombia sigue preparado para la guerra, ya que su Policía Nacional es una de las pocas fuerzas de América Latina que sigue dependiendo del Ministerio de Defensa y estando sujeta al sistema de justicia militar. Tras las protestas de 2021, el presidente Duque anunció un puñado de reformas a la Policía Nacional: una nueva política de derechos humanos, una reestructuración de su Inspección General y la sustitución de los uniformes de color verde oliva por otros de color azul. Esto ignoró las peticiones (de las que se hizo eco en parte la Comisión Interamericana de Derechos Humanos) de separar la Policía del Ministerio de Defensa y del sistema de justicia militar, o de replantear su temida unidad antidisturbios ESMAD. Luego, en enero, el gobierno impulsó en el Congreso una nueva ley de seguridad que la oposición considera que facilitará la criminalización de los manifestantes y el uso de armas.
La evidente falta de reformas subraya por qué la respuesta del aliado de seguridad más cercano a Colombia, Estados Unidos, ha sido decepcionante. Los funcionarios de la administración Biden han sido efusivos en sus elogios a la Policía Nacional y a las fuerzas armadas de Colombia, y rara vez han expresado su preocupación pública por los abusos de derechos humanos. Este mensaje parece reflejar el deseo de no poner en peligro una relación que los funcionarios consideran necesaria para erradicar los cultivos ilícitos, para entrenar a las fuerzas de seguridad de otros países, y para alejar de alguna manera la influencia venezolana o incluso rusa y china.
El anuncio en febrero pasado de la entrega de 8 millones de dólares en ayuda de Estados Unidos para fortalecer los derechos humanos en la Policía Nacional ofrece pocas novedades. Policías colombianos ya han tomado, e incluso han impartido, docenas de cursos de derechos humanos en instituciones de formación estadounidenses. Reciben asesoramiento y apoyo técnico del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos y otros actores internacionales. Pero la formación no sustituye a las reformas más profundas del sector de la seguridad que necesita Colombia.
Décadas de experiencia y estudios en todo el mundo señalan cómo es un sector de seguridad que funciona. Los uniformados son sólo una parte de él. Un sector de seguridad que protege a las personas y sus libertades lo hace integrando profundamente el sistema de justicia, los mecanismos de control internos y externos, la supervisión legislativa, la sociedad civil y una prensa libre. Distingue claramente entre las funciones militares y policiales, las financia adecuadamente y hace rendir cuentas a quienes cometen abusos o incurren en corrupción.
La incapacidad o la falta de voluntad de Colombia para modernizar su sector de seguridad es uno de los principales retos a los que se enfrentará su próximo presidente cuando se posesione en agosto. Ojalá ese líder aproveche esta oportunidad antes de que se le escape de nuevo.
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