La seguridad es un derecho humano y su vigencia es esencial para el libre ejercicio del conjunto de derechos humanos. Sin embargo, la historia de Latinoamérica, cargada de conflictos, desigualdades y disputas por el poder, ha hecho desafiante abordar, de forma serena, objetiva y técnica, los retos que plantea la estrecha relación entre la garantía de la seguridad y el respeto de los derechos humanos.
Los derechos humanos, reconocidos en constituciones y tratados internacionales, son universales e inalienables. Su protección es un deber legal de todo estado. Con esta sólida base normativa, el debate debe centrarse en identificar, analizar y remover los obstáculos que impiden que los estados cumplan sus deberes de respeto, protección y garantía de estos derechos.
¿Cómo se cumplen estos deberes? Con medidas para asegurar que los agentes estatales respeten los derechos humanos; para prevenir, investigar y sancionar a actores no estatales que afecten estos derechos; con un marco legal, políticas públicas y presupuestos para hacer efectivos progresivamente estos derechos para todas las personas.
Se ha partido de concebir al estado como el presunto violador, a la ley como un límite a su actuación, y a la seguridad y los derechos humanos como excluyentes. Los retos actuales requieren concebir al estado como garante de derechos, a la ley como fuente de su legitimidad, y a la seguridad como parte esencial de las garantías de los derechos humanos.
En la región, regímenes autoritarios aplicaron una violenta represión, con graves consecuencias para el estado de derecho y los derechos humanos, con el argumento de proteger la seguridad nacional. Existe una historia de represión a opositores políticos, a conflictos y protestas sociales, por regímenes autoritarios e incluso democráticos. Un denominador común ha sido la ausencia de controles legales, judiciales y democráticos efectivos sobre los autores y de cambios profundos en las instituciones estatales vinculadas a la seguridad.
Democracia, seguridad y frustración ciudadana
El retorno a la democracia generó grandes expectativas en la región. La población esperaba mejorar su nivel de vida, mayor igualdad, seguridad, justicia y respeto por los derechos humanos. Sin embargo, el importante desarrollo normativo e institucional en favor de estos derechos, con sistemas de protección nacional e internacional, no logró los cambios necesarios en el núcleo de la doctrina, procedimientos operativos y de rendición de cuentas de las instituciones militares y policiales.
Tras varias décadas de gobiernos en democracia, con diversa orientación política, es innegable la frustración ciudadana por su desempeño. Una de sus principales causas es la inseguridad, la incapacidad estatal para proteger y frenar la violencia, corrupción e impunidad. Hoy la población es víctima cotidiana del delito y la corrupción. Se siente desprotegida ante la creciente violencia y poder del crimen organizado. La región concentra la mayoría de las ciudades más peligrosas del mundo, es donde se asesina al mayor número de periodistas, defensores de derechos humanos y ambientales, florece la violencia de género y contra migrantes y refugiados. La impunidad de los graves crímenes es casi total.
Ante esta incapacidad, que ha erosionado la credibilidad del sistema democrático y la clase política, es cada vez más frecuente el apoyo a liderazgos y medidas de “mano dura”. Es decir, una acción represiva sin controles efectivos, la militarización e incluso el uso de armas por civiles y la “justicia por mano propia”. Muchos creen que hoy son la única salida para frenar el crimen y la violencia. Por ello no se cuestionan si estas medidas logran una seguridad sostenible o si son compatibles con el estado de derecho y el respeto de los derechos humanos.
Esta situación y la dificultad de lograr cambios profundos se derivan también de diagnósticos equivocados. Por ejemplo, afirmar que las fuerzas de seguridad no pueden garantizar la seguridad por las restricciones que les imponen la ley, por una mala administración de justicia y por críticas “politizadas” sobre su desempeño en materia de derechos humanos. Es decir, es culpa de fiscales, jueces, defensores y sistemas de protección de derechos humanos por exigir cumplir la constitución y la ley. Es el mismo argumento que buscaba la impunidad de los perpetradores de la represión del pasado, que acusaban a toda persona u organización que exigiera justicia y respeto a la ley, de ser cómplices de delincuentes, organismos de fachada de la subversión o estar al servicio de ideologías extranjeras.
Cuando la población, harta de ser víctima de la violencia delictiva y del estado exige cambios, pues la acción policial no sólo no protege a la población, sino que tiene una historia de abusos, uso excesivo de la fuerza, corrupción y complicidad con los criminales, se ha descartado emprender las reformas integrales necesarias y optado por medidas de impacto de corto plazo, como un mayor despliegue de efectivos o la militarización de la seguridad ciudadana.
Los retos que plantea la grave situación de inseguridad en la región exige medidas efectivas de corto plazo que protejan y recuperen la confianza de la población pero, para una solución sostenible a largo plazo, de forma paralela se debe identificar, analizar y atender las causas estructurales de la violencia y las carencias que impiden que las instituciones encargadas de la seguridad y la administración de justicia cumplan su rol garante del derecho a la seguridad. Para esta respuesta integral, los estados deberían contar con la experiencia y experticia de los sistemas nacionales e internacionales de protección.
Recordemos que los sistemas de protección interamericano y de la ONU fueron creados por los estados como apoyo al cumplimiento de sus obligaciones de derechos humanos. Hoy tienen una rica experiencia práctica, han desarrollado guías y manuales, interpretado el contenido de los derechos y realizan recomendaciones específicas y adaptadas a cada realidad nacional, por ejemplo, en materia de seguridad y lucha contra la impunidad. No obstante, sólo se ha destacado su acción fiscalizadora y pública, que es utilizada como arma política en un marco de gran polarización. Ello ha generado posturas defensivas de los gobiernos, cuando no un público rechazo.
Deben abrirse nuevos canales de interacción que permitan a los estados, en espacios confidenciales si es necesario, plantear sus necesidades y solicitar la asesoría y acompañamiento técnico de expertos de ambos sistemas de protección internacional, para abordarlos conforme a las normas y estándares internacionales de derechos humanos.
Ante los problemas, obstáculos y desafíos planteados existen medidas, en diferentes niveles políticos y por parte de diversos actores, cuya adopción debe evaluarse:
Guillermo Fernández-Maldonado es abogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú, obtuvo una maestría en Administración Pública y un doctorado en Derecho ante la Universidad de Alcalá de Henares, España. Posee más de 35 años de experiencia académica y práctica en el campo de derechos humanos, derecho internacional humanitario y relaciones internacionales, especialmente en la Organización de las Naciones Unidas. Con la ONU ha trabajado en países con misiones de paz o retos en materia de seguridad como Afganistán, Colombia, El Salvador, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua y Perú.
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